Esta mañana viajé en colectivo con una mujer y su hijo pequeño. Empezamos a hablar y ella me explicó todos los inconvenientes que tiene la crianza de niños. Yo le repliqué que la comprendía porque tengo dos gatos propios y además me encargo de otro que es de mi vecino. Me miró consternada: "No se puede comparar un hijo con un gato", me dijo. Luego empezó a balbucearle a su niño: "Agú, bu bu, bebé", le dijo, y acto seguido le acarició la pelambre. No se lo dije, pero lo que ella hace es exactamente lo que hago yo con mis gatitos apenas llego a casa. Quizá la ventaja esté en que no les cambio pañales (pero sí la piedritas), ni crecerán para después odiarme o algo por el estilo, como seguro le pasará a la mujer que me topé, pues el niño que traía en brazos tenía la mirada definitivamente aviesa y diabólica. Mis gatos me miran siempre con ojos brillosos. ¿Por qué razón habría de cambiar esta felicidad por tener un mocoso egoista?
Leído hace unos días en los diarios de Kafka, acerca de un lactante: "ese ser mísero y especialmente ridículo". Por otro lado, nunca se me hubiera ocurrido hablarle en esos términos a Julio.
ResponderEliminarYo sí le hablo así a mis gatos, hasta les preparé voces especial de acuerdo a cada coyuntura...
ResponderEliminar